Mira el euro cincuenta que tiene entre las manos en forma de
especie. Un café negro, muy negro y amargo. Un dedal de líquido de olor
penetrante que soporta una espesa crema, la misma que al paso del tiempo se
disipa y deja sobre la loza unas manchas marrones de caprichosas formas dignas
de un psiquiatra. No tarda más de cinco minutos en desaparecer. Empieza la
rutina, el momento de coger entre el los dedos pulgar e índice un terroncillo
de azúcar e introducir uno de sus picos en el líquido ya descremado. Mira como milímetro
a milímetro el café se adueñaba del terrón, mutando del blanco al marrón, sin
compasión, sin reparo ni duda. Una vez conquistado el escarpado territorio,
deja el terrón embebido sobre la lengua y pasa a degustarlo lentamente. Estalla
el almíbar alrededor de las papilas y por una décima de segundo todo a su
alrededor desaparece en una turbia nebulosa mientras que en sus oídos se reproduce
la melodía de Adoro interpretada por Bambino, consecuencia de las horas y horas
de estudio de la partitura que últimamente realiza de forma obsesiva. Este
estado onírico se repite varias veces, tantas como terroncillos contiene el
paquete de azúcar que se sirve con el café. Degustado el último y utilizando
los mismos dedos, coge por el asa la taza y posa la templada loza sobre el
labio inferior mientras deja entrever el hueco de la boca. Mediante sorbos
pulsantes, permite fluir el líquido, ahora mucho más amargo, hacia la garganta.
En cada sorbo, explosionan todos los matices sobre el empalagoso paladar. Es la
guerra. El dulce quiere sobrevivir al amargo y presenta una descarnada defensa.
El amargo, cada vez más fuerte, gana terreno. Con el tiempo, se llega a un punto
de equilibrio dulce-amargo. Es el momento del éxtasis, el momento por el cual
merece la pena repetir un día y otro, es el momento del ritual.
“PD: impresiona sentir la vida propia de los relatos.
Mientras que tu mente estructura una trama el relato impone la suya. Algún día
contaré mi trama, esta es la trama del relato”
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